La Historia de Elena
Historias de Mudanza vividas y relatadas por Profesionales, Empresas y Particulares para Compartir
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Uno no hace una mudanza por deporte. Lo normal es que la haga para mejorar. Elena recordó las anteriores mudanzas, y un aluvión de recuerdos le cayó encima. La primera, de niña, por un cambio de trabajo de su padre. La siguiente, a estudiar a Madrid. Una más, cuando Jaime y ella decidieron vivir juntos. La siguiente tras el ascenso de Jaime, y la última con la llegada del segundo hijo.
Si sumara las maletas que había acarreado, los vasos que había envuelto uno a uno en papel de periódico, los rollos de cinta de embalar gastados en precintar las cajas, le darían cifras de récord. Pero todas fueron mudanzas hechas con ilusión, mirando hacia delante con los ojos llenos de planes de futuro, y guardando un cierto cariño por lo que se dejaba atrás. Hoy era distinto. Hoy salía huyendo.
Su hija mayor, Ana, la miraba desde los cristales de sus gruesas gafas. Elena le acarició la cabeza, con cuidado de no rozarle los puntos de sutura.
La niña, de trece años, trató de sonreír, pero el corte del labio le dolió, y emitió un corto quejido. Cabizbaja, cogió una nueva caja y se metió en su habitación. Elena se volvió a preguntar cómo no se había dado cuenta antes de lo que estaba pasando.
Cómo permitió que las cosas llegaran hasta ese punto.
El día en que la llamaron del instituto para decirle que Ana estaba faltando frecuentemente a clase, no lo podía creer.
Era una criatura muy inteligente, estudiosa, ávida lectora, de notas brillantes. Le preguntó, pero ella le dio vagas excusas. La castigó, pero no consiguió nada. Su rendimiento comenzó a caer en picado.No había día que no discutieran. Jaime la llevaba al instituto en coche para asegurarse de que entraba, pero ella se marchaba en cuanto su padre se daba la vuelta. Pensaron en las drogas, pero les juró que no consumía. Pensaron en un chico, pero también les juró que no salía con ninguno. “¿Quién se va a fijar en mí, la empollona con los dientes llenos de hierros y las gafas de culo de botella? ¡Si ni siquiera me dejáis pintarme para ir al instituto!” Y se encerró en su cuarto. No comía bien, no dormía bien. Tenía pesadillas.Después de las denuncias ante la Guardia Civil, cuatro chicas fueron expulsadas del instituto. La más violenta de ellas, la que instigaba a todas las demás en contra de Ana, fue incluso juzgada. Pero al no haber lesiones físicas graves demostrables, teniendo en cuenta que “la menor viene de una familia desestructurada, serios problemas de alcoholismo de su padre, desamparo, y bla, bla, bla…”, se zanjó el tema con una multa y la obligación de la asistencia a un psicólogo para la agresora. Y, teniendo en cuenta también la obligación de estar escolarizadas hasta los dieciséis años, se reubicó a aquellas chicas en otros institutos.
Y carpetazo al tema.Ana volvió a clase. Todos la miraban y cuchicheaban a sus espaldas. Los profesores trataban de mantener una cierta normalidad, pero no fue posible. Ella se sentía observada, aunque trató de ser valiente. El primer empujón, y el primer “chivata” lo recibió a la hora del patio. Rezó para que su padre no llegase tarde a recogerla. Cuando salió por la puerta no las vio venir. Entre las cuatro sólo tardaron un par de minutos en cubrir a Ana de golpes. Algunos vidrios de las gafas se le clavaron en la cara, los labios le quedaron machacados por los trozos de metal de la ortodoncia, incluso se tragó uno de sus dientes. No podía respirar, no podía abrir los ojos. Le arrancaron varios mechones de pelo, cerca de la brecha que sangraba en su cabeza, y le quitaron los pantalones del chándal para humillarla ante todos. Nadie hizo nada.
Unos por miedo, otros por… bueno, quién sabe por qué. Jaime venía corriendo, gritando, pero el corrillo de adolescentes que amparaba la paliza mientras grababa con el móvil la escena para después colgarla en Internet no se apartó. A empujones llegó hasta su hija, que tragaba sangre de la nariz y el labio rotos tratando de respirar.Elena continuó embalando los libros del salón. No importaba la pena que se les había impuesto por la paliza. Sabía que volverían a por ella, que la primera pintada que había aparecido en el portal de su casa era el aviso de que, a pesar de ser inocente, de no haber herido a nadie, de no haber cometido más delito que el de ser más inteligente que la mayoría, Ana no estaba a salvo. Ir al instituto con escolta policial no era vida para una niña de trece años. No iba a permitir que su hija corriera peligro. Mario se quejó: “¿Por qué nos tenemos que ir nosotros? ¿Por qué no se van ellas, que son las que lo han hecho mal?”
Cerró una nueva caja y se sentó sobre ella. Quizá en una ciudad más pequeña su familia podría recuperar la tranquilidad. A veces, aunque duela, una retirada a tiempo es una victoria. Pensó que el día de mañana Ana sería una mujer adulta, preparada para el mundo. Las otras serían carne de cañón, y deseó todo lo peor que se le ocurrió para ellas. Ya que la justicia no iba a castigarlas como se merecían, que la vida se encargase de ello. Pero no se iban a quedar allí para verlo.
El camión de mudanzas llegaría en unos minutos. No le gustaba sentir rabia, ni sentir odio. Esperó que la nueva ciudad y la nueva casa fueran un buen sitio para empezar a olvidar. Jaime la abrazó por la cintura, y juntos fueron hacia el coche.
Chica marchándose de Casa
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